Paracetamol. Mujer, gestarás con dolor.

Dos elementos vertebran buena parte de la agenda política de Trump: el odio hacia las mujeres y la destrucción de la ciencia.

El paracetamol y el autismo han quedado atrapados en la encrucijada de ambas tendencias. Esta molécula de uso cotidiano comenzó a comercializarse en torno a los años 60 del siglo pasado. Su perfil de seguridad es uno de los más conocidos y sigue siendo de los pocos analgésicos que una mujer embarazada puede tomar con garantías. Mucho antes de que existiera el paracetamol, el autismo ya había sido descrito como entidad clínica: en 1944, Hans Asperger identificó el cuadro que llevaría su nombre, hoy incluido dentro del espectro autista.

Relacionar el paracetamol con el autismo es una falacia deliberada, una manipulación cuyo único objetivo es acrecentar el sufrimiento de las mujeres, culpabilizarlas y obligarlas a resignarse al dolor. No se trata de prevención ni de salud pública: es un mecanismo de control. El mensaje es claro: la igualdad no tiene cabida, y el lugar social de la mujer debe ser el de la sumisión.

Imaginemos a una mujer embarazada que escucha al presidente estadounidense y duda si tomar el único medicamento que su médico le ha recetado para aliviar un dolor o bajar la fiebre. O peor: a una madre que se tortura pensando que aquella pastilla que tomó durante el embarazo para un dolor de cabeza insoportable fue la causa del autismo de su hijo. Ese es el daño real: condenar a la mujer a vivir con miedo, culpa y dolor.

El trumpismo no se preocupa por el autismo ni por ninguna otra condición que implique vulnerabilidad. Sus políticas se ceban precisamente en los más frágiles. Y para ello no duda en atacar al conocimiento científico. No se trata de pruebas ni de proteger la salud, igual que su retórica sobre el fentanilo no busca frenar una droga mortal, sino estigmatizar la pobreza y al migrante.

Cada día el gobierno estadounidense acumula decisiones que promueven la desigualdad, la arbitrariedad y la ruptura de la legalidad. Es una deriva tiránica en la que el primer enemigo es la ciencia, por atreverse a contradecirlo. En esta ocasión las víctimas son las mujeres, pero habrá más. Cada martillazo de ese sueño de una “América grande” pretende forjar una sociedad más jerárquica y desigual, en la que las mujeres libres sobran y la maternidad se convierte en un yugo permanente.

No está tan lejos: en el franquismo, solo votaba el cabeza de familia, el pater familias heredado del derecho romano. Hoy, algunos fundamentalismos cristianos siguen defendiendo la misma prédica contra la libertad de la mujer y su derecho al voto, en sintonía con sus posturas radicales sobre el aborto.

La ciencia es el límite racional frente a la arbitrariedad. La comunidad científica constituye una fuente de autoridad que va más allá del poder político. Las democracias modernas cuentan con contrapesos que nacen de la sociedad civil, de las universidades, del pensamiento libre, de la cultura que explican cómo se construyen el conocimiento, la verdad y también el poder.

Trump quiere una cultura donde el poder solo se construya a través de él. Por eso universidades, científicos… y hasta el paracetamol se interponen en su camino. Mañana, incluso la democracia puede ser considerada un lastre.

Nicolás González Casares. Miembro del Parlamento Europeo. Socialistas y Demócratas Miembro del Comité de Salud y del Panel por el Futuro de la Ciencia y la Tecnología (STOA)